viernes, 28 de agosto de 2009

Torres


Hay ciudades marcadas por sus torres. Un único elemento que se yergue vertical entre el caserío de una urbe y hace del conjunto algo mucho mayor que la suma de las partes. La mía, Sevilla, sin ir más lejos, es de ésas. La sombra de la Giralda es alargada en todos los sentidos. La ley no escrita de la ciudad ordena a los inquilinos en la Plaza Nueva impedir que ninguna construcción supere en altura al antiguo alminar de la mezquita mayor de Ysbilia, como se llamó la ciudad en tiempos de Al Andalus. La estampa de la ciudad de Sevilla con la silueta de la Giralda se hace inconfundible y preside óleos antiguos, fotografías en sepia y hasta hoy envoltorios de picos y patatas fritas. No muchos kilómetros más al sur, en la otra orilla del Estrecho, en Rabat, capital actual del Reino de Marruecos, se levanta elegante la Torre Hassan. Hermana de la Giralda, chata, inconclusa, pero bellísima. Triste por haber quedado reducida a la mitad de sus hermanas de Sevilla y Marrakech cuando la muerte sorprendió a Yusuf Yaqub el Mansur, el victoriso sultán almohade que soñó con construir en aquellos terrenos la mayor mezquita del mundo. Castigada por los vientos del mar, luciendo diferentes tonos de ocre según el costado, se erige sobre un promontorio sobre el río Buregreg, que separa Rabat de Salé, su arrabal vecino, su Triana de chilabas y antenas parabólicas. Rabat es su antigua medina, su moderno Agdal, su boulevard Mohamed V y su palacio real, residencia habitual de Mohamed VI, el monarca alauí. Pero Rabat es sobre todo la vista de la alcazaba de los Udayas desde el otro lado de la marisma y el perfil del promontorio donde se levantaba la antigua ciudad con la torre Hassan, solitaria, únicamente acompañada por un bosque de columnas testigo de un esplendor perdido.

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