sábado, 3 de enero de 2009

'Gorrilla' bueno, 'gorrilla' malo

Reconozco que cuando el pasado octubre me disponía a dejar mi sevillana barriada de Bami –nunca he sabido distinguir la diferencia entre aquélla voz y barrio, pero creo que así la llaman los medios mayoritarios— para instalarme en Rabat, la capital marroquí, pensaba que el contraste con una realidad perteneciente al mundo en vías de desarrollo convertiría mi rincón urbano por lo menos en la calle Serrano o en el Boulevard Saint Germain. Creía que el escenario de mi cotidianeidad desde hace quince años, es decir, el camino a la panadería Polvillo de las andaluzas y vienas, el Kiosco Verde donde suelo acudir cada domingo por la mañana a comprar los periódicos calentitos, la Plaza de Rafael Salgado con sus palmeras y sus cafeterías, el mismo entramado urbano que decoran desde hace muchos más los sempiternos aparcacoches ilegales, dejaría de parecerme inmediatamente un lugar desagradable y degradado por contraste con una realidad pobre como la marroquí. No ha sido así en todos los casos. Los hechos han demostrado que, por suerte, hay lugares en los segundos y terceros mundos menos inhóspitos y más recomendables que en los primeros, donde existen realidades que rozan –y alcanzan— el tercermundismo.

Grata ha sido mi impresión al ver que el problema de los gorrillas, estos aparcacoches ilegales que se extienden sin freno por Sevilla a golpe de chantaje e intimidación, ni es irresoluble ni inevitable. Existen en Marruecos, claro que sí. La miseria y la operación diaria de supervivencia abocan a muchas personas al pluriempleo de las chapuzas y la propina. Limpiabotas, empleados de tiendas que llevan a los domicilios todo lo llevable y más, porteros que trabajan de camareros, electricistas y carniceros… Todo vale para levantarse con vida una mañana más, handulillah. También hay gorrillas. El precario y primario estado de naturaleza de ciertos estratos de la sociedad rabatí –más acusado en el medio rural—, quizá comparable a lo que narran los supervivientes de la Sevilla de los 40 que cantaba el Pali en sus sevillanas, aproxima a los aparcacoches marroquíes mucho más al pícaro de la posguerra que al género gorrillero actual. En Marruecos el gorrilla vigila efectivamente el vehículo, porque sabe que su pan –literalmente rond pain, que cuesta un dirham, porque es lo más consistente que come mucha gente en el país— depende de cumplir con esa tarea. También te lleva las bolsas a casa si estás cargado e incluso te aparca el coche si tienes prisa o dificultad. El agradecimiento de estas personas al recibir la propina contrasta con el desprecio del gorrilla sevillano, que rara vez no refunfuña porque la cantidad obtenida no es la que esperaba. Cuando no te amenaza o la lanza sobre tu vehículo con furia.

El fenómeno de los gorrillas hispalenses, jóvenes toxicómanos que recaudan dinero por una actividad ilegal utilizando el chantaje y la intimidación, es tan producto de nuestra sociedad como la línea uno del metro o las rebajas de enero. Dejadez política, permisividad jurídica y policial y debilitamiento de la autoridad, falta de políticas sociales contundentes contra la marginalidad y la drogadicción, etc. Múltiples son las causas y numerosos los responsables, pero el resultado es el sufrimiento y la indignación de una población que en Bami, como en otras barriadas sevillanas y españolas, no se lo merece cuando paga sus impuestos municipales con la misma religiosidad que lo hacen los de la calle Asunción. La última receta de las autoridades municipales, la ordenanza antivandálica del Ayuntamiento de Sevilla, que despertó la ilusión del respetable ya que preveía el requisamiento del botín al aparcacoche comienza a sumirse en un sueño de los justos sin siquiera haber sido puesta en práctica. También parte de la responsabilidad debe atribuirse a las agrupaciones vecinales, aunque al ciudadano no puede presumírsele el heroísmo. Ni el uso de la fuerza, que en nuestras democracias corresponde en exclusiva al Estado. Ése es el pacto tácito de los ciudadanos y eso, en última instancia, nos distingue como sociedad. Aunque a veces, desgraciadamente, fenómenos como el de los gorrillas evidencien un fracaso colectivo y la obligación de aprender de sociedades aparentemente más retrasadas.