lunes, 17 de noviembre de 2008

Educación, educación, educación

"Educación, educación, educación". Para la historia quedó esta secuencia machacona salida de labios de Tony Blair al presentar a los británicos, allá por el año 1996, la base del programa electoral que auparía a los laboristas a Downing Street un año más tarde tras más de una década en la oposición. Al margen de las consideraciones que puedan realizarse a propósito del cumplimiento del slogan acuñado por Blair en sus años como Primer Ministro, lo cierto es que aquél no ha perdido ni un ápice de su valor.

La gente de mi generación, que nació cuando Felipe González seguía colocando cortinas y bonsáis en La Moncloa, desconoce por naturaleza la verdadera brecha, el abismo que media entre una sociedad democrática y una que no lo es. Hace falta, siempre a salvo del desfase don Miguel de Unamuno, curarse algunas enfermedades del alma cogiendo un autobús, tren o avión para dejar un tiempo la aldea de uno y tomar perspectiva de las cosas.

Desde aquí en Rabat, a pesar de no encontrarme a demasiados kilómetros al sur de la Vega del Guadalquivir, los logros colectivos de la democracia española se divisan con nitidez. No es oro, empero, todo lo que reluce ni debe ello ser motivo de autocomplacencia, pero abandonar los últimos confines sureños de Europa y cruzar el Estrecho supone encontrarse con un pueblo generoso, sentimental y lleno de vitalidad al que aún le aguarda mucho esfuerzo y sufrimiento antes de alcanzar las cotas de libertad y dignidad humana que se merece. Y que, para nuestra suerte, nosotros disfrutamos.

Antes de emitir un veredicto colectivo sobre la compatibilidad de las sociedades de mayoría islámica con la democracia, Marruecos, como Turquía, como Túnez, como tantos otros países de la orilla sur del Mediterráneo, merece una oportunidad. Que el 50 por ciento de los habitantes de este extenso país vecino sea analfabeto es inadmisible en nuestros días; una vergüenza colectiva cuya culpa la debemos compartir todos. Que la cifra en el caso de la mujer supere el 60 por ciento de la población es motivo de mayor escarnio aún.

La fotografía de niños descalzos y malnutridos pidiendo limosna por cualquier suburbio de Casablanca o Rabat es una prueba lo suficientemente conmovedora como para plantearse en serio y con urgencia qué está ocurriendo en este norte de África, a unos pocos kilómetros de la región del mundo que goza de mayores cotas de bienestar y libertad. No plantearemos hoy la responsabilidad de la monarquía alauí en la situación actual, sino la necesidad humana de poner fin a este oprobio. Y, al mismo tiempo, ofrecer un reconocimiento al trabajo de nuestros padres, abuelos y bisabuelos, que han hecho entre todos posible que una imagen como la de esos niños que corren desesperados detrás de los occidentales en busca de cualquier tipo de propina sea parte de la historia en sepia de nuestro país.

Por suerte, del Andévalo al Cabo de Gata, de la Sierra de Cazorla a la Vega del Gudadalquivir, los niños andaluces, con el iPod debajo del pupitre, eso sí, acuden a diario a la escuela a aprender matemáticas o inglés. Son el futuro del país, que les garantiza profesores y libros a diario pese a haber nacido en la región más pobre de España.

Sí, es la educación: la condición indispensable para el progreso y la dignidad humana; para la democracia y la libertad. Los créditos, las hipotecas, los bancos centrales y las bolsas vendrán después, pero ése es ya otro asunto menos importante. Mucho menos que la pena de ver sonreír a un niño por una mísera moneda oxidada en una carretera perdida del Atlas, a un paso del paraíso.

Publicado en www.vegainformacion.es

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